Tomás: El Libro de un «Raro»

Rozando el centenario de la muerte de otro ilustre de la Alameda -Joselito El Gallo– y de la mano de Carlos Martín Ballester, autor de Tomás Pavón, tercer volumen de la biblioteca por él fundada, retorna a la actualidad editorial uno de esos artistas flamencos con fama de “raros” por ser poco dados a cantar fuera del ambiente estrictamente gitano o en reuniones con gente junto a la que no se sintieran en puridad a gusto. Esa reputación o etiqueta limitó mucho su incorporación a los circuitos comerciales – teatros, cafés cantantes, plazas de toros – en los que sí entró y triunfó, por ejemplo, Manuel Torre, el otro templador por excelencia de sonidos negros – y también el otro gran “raro” a su modo – con quien, en el tiempo que le tocó vivir, tantas veces se midiera en aquellas fiestas rondando la amanecida cuyo recuerdo atesoran los cultores de la mitología flamenca.

Debe decirse que aquel elitismo o apatía suyos ni mucho menos situaron a Tomás fuera de juego ni le impidieron ser en vida y continuar siendo a día de hoy una figura de absoluta referencia en el cante de peso. Hermano de Arturo, a quien sabemos por sus coetáneos un enorme cantaor pronto perdido para el arte al abandonarle la voz, y de la Pastora que fue la figura sin rival y el mantón talismánico de aquellos años irrepetibles, Tomás (1893-1952) se consagró como el transmisor privilegiado de los cantes de los gitanos de Triana – trianera como los Pelaos y los Cagancho era su mujer, Reyes – y el salvador para la posteridad discográfica de la debla, palo del que para entonces ya apenas nadie había escuchado hablar o casi todo el mundo -por razones que aquí no vienen al caso- hacía como que no.

Y aquí hay que improvisar un inciso siquiera sea para decir que, a la hora de desentrañar los orígenes de este cante, Demófilo se equivocó por algo tan básico como no conocer la lengua gitana ni, por tanto, el significado de la expresión -“¡Deblica barea!”– con que éste se remata. En romanó, Debla (mejor dicho: Devla) significa “Dios” (y no “Diosa”, como creía el padre de los Machado). En cuanto a barea, no es el femenino de baró (“grande”), sino su vocativo. En la expresión “¡Devlica barea!” que es colofón de la debla no hay, pues, sino una invocación a Dios. Y dejémoslo aquí, de momento.

Fintas filológicas aparte, en el libro de Carlos Martín Ballester revivimos el trance de Manuel Torre traspasando simbólicamente a Tomás, a mitad de una siguiriya, el cetro del cante. Y el relato por Antonio Mairena de una prodigiosa noche de Tomás por soleá y siguiriyas en La Vinícola de la Plaza del Duque de Sevilla. Y repasamos los recuerdos de Juan Talega, Juanito Valderrama, Pepe Pinto, Manolo de Huelva, Gabriel Moreno, don Antonio Chacón, Chocolate, Sabicas y, sobre todo, Arturo Pavón hijo, el magno pianista, fuente a la que era imprescindible acudir para conocer la vida y atmósferas de esa casa cantaora esencial arracimada en los últimos años de Tomás en la Plaza de la Mata, junto a la Alameda de Hércules, en torno a la academia de baile de Eloísa Albéniz, y de la que Salomé Pavón es hoy la única representante cantaora en activo.

Uno de los valores que me gusta de los ensayos de Carlos Martín Ballester es, por cierto, la total ausencia en ellos de esa cierta mala leche o leche cortada un poco proverbial en quienes escriben sobre flamenco (y si he de incluirme, me incluyo). Martín Ballester va en ellos al dato, aporta pareceres y legítimas especulaciones y nos brinda su lectura de los hechos dejando siempre a un lado ese tono perdonavidas y de sobrado al que tanto recurre la flamencología -lo mismo profesional que amateur– en libros, artículos y redes sociales. La selección de testimonios por él presentada nos brinda una lectura de la figura de Tomás que le recoloca en buena medida en ese sitio que, si somos francos, nunca ha perdido en el corazón de los flamencos. Acompaña, además, su esfuerzo con un disco compacto que, a fuer de incluir todas sus grabaciones ya conocidas, recupera dos hasta ahora “perdidas”: una con Niño Ricardo por siguiriyas y otra por fandangos con Manolo de Badajoz a la sonanta.

¿Quién fue Tomás Pavón? Pues el fuego inextinguible, imposible de sofocar y que incluso se crecía en el sofoco, crepitando aún más en su incandescencia cuanto más el ambiente, las facultades, el esfuerzo o la suerte de espaldas pugnaban por extinguirlo. Una suerte de sueño premonitorio de ese venirse arriba y arrebatarnos, sí, de Paula al dar -a fogonazos- el segundo muletazo que casi nadie -y menos aún el tercero- esperábamos. En Rafael cobró cuerpo, en la Vista Alegre en blanco y negro de José H. Gan, madrileñísima calle de Espoz y Mina, aquel cante por siguiriyas de Tomás avivado por la calentura de unos cuantos mordiscos caracoleros. Más o menos lo que cuenta, en fin, Mairena en la evocación por Carlos recuperada.

Tonancia de épocas remotas, hubo en el menor de los Pavón y en su reinado -paralelo al de Manuel Torre– algo de estatua oracular, de guardián del santuario, y un centinela con procederes de paladín tan fiel y nervudo que se confundía e identificaba con el santuario mismo. Su cante fue eso, el sanctasanctorum que, imponente y solemne, se abría y después se cerraba como tras el velo de una pesada losa y ante el que sacrificaban al Cielo (“¡Devlica barea!”) sacerdotes privilegiados como Caracol y Mojama, genio uno del Alto y del Bajo Egipto el otro. ¿Estatua? No, no estatua. Tomás era como el sol ascendiendo entre los dos colosos de Memnón. Con los dos citados formó una tríada en cierto modo homóloga, en su ámbito, a la integrada en las cosmologías del éxtasis por Henoch, Elías y Al Khidr.

Con los habituales textos de apoyo de José Manuel Gamboa, Ramón Soler Díaz y Norberto Torres Cortés y el prólogo de José María Velázquez-Gaztelu, vuelve, por consiguiente, Carlos Martín Ballester a ensoñarnos con los añorados perfumes y aleaciones de una áurea época del cante, ayudándonos a entender la cadena genealógica musical y los porqués y los cómos de aquel a quien Rodríguez de León contemplara y escuchara como a “un vestigio -pulido por el tiempo- de la raza india” y a quien Antonio Núñez Chocolate respetó siempre como fontana de inspiración, “comía aparte” y “el de más cultura en el flamenco que yo he conocido”.

Aquello, sí, que Lorca llamara la cultura de la sangre. Es algo cuya mención hoy procura omitirse, pero cuyo peso e importancia reflotan apenas se reencuentra uno con personalidades como la de Tomás, ante quien a tantos no queda otra que morderse la lengua de sus sandeces. El libro a su vida y obra dedicado por Carlos Martín Ballester no viene, por fortuna, sino a recordar la profunda y firmísima cimentación de ese subsuelo de hemoglobina védica sin el que un arte como el flamenco sería incomprensible, por no decir que imposible.



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