La primera vez que escuché a María Terremoto ella tendría unos dieciséis años. Fue en la Sala García Lorca de la Fundación Casa Patas, donde, como dice Rafa Manjavacas, el Cante sabe a Gloria, y así nos supo el gusto de María interpretando y su fuerza, recuerdo sobre todo su fuerza.
Han pasado uno años desde entonces, unos años y muchos acontecimientos que nos han ido marcando de diferentes maneras, de hecho ahora mismo esa bendita sala no está programándose por culpa de este maldito virus que parece, llega al fin de su existencia. Y en María también han cambiado cosas, ha madurado, ha evolucionado, quizá le haya ayudado su reciente maternidad, seguramente esta pandemia que nos ha tenido a todos en vilo a ella le ha servido para preparar su vuelta a los escenarios y hacerlo de manera magistral.
Salió cantándole a su niña María, rodeada de su equipo, con Nono Jero a la guitarra y Manuel Valencia y Juan Grande al compás, y conectó desde el principio con el público pues compartió con todos nosotros su emoción, la sensación de vuelta al escenario después de tanto tiempo, y en el Auditorio Nacional, tiene que dar vértigo pero María es pura naturalidad, y aprovechó esa situación para meternos en su bolsillo haciendo llorar hasta a sus palmeros. Agradecida por estar de nuevo cantando, emocionada por visualizar la luz al final del túnel, pues tiene una gira por delante muy interesante, y entregando el resto, esa fue su actitud. Por Soleá y Tientos estuvo inmensa y, tras ceder sitio a su guitarrista que se marcó una Bulería que casi nos levanta del asiento, salió para ya no sentarse, el resto del recital lo dio de pie, nueva puesta en escena de la Terremoto, pues además, se ha preparado y «se canta y se baila», cosa que al respetable terminó de engancharle.
Cuando se entremezclan la emoción, el arte innato y el trabajo bien hecho, el resultado es que la cantaora de dieciséis años que veíamos en su momento en la García Lorca se ha convertido ya en una gran artista.
Foto Archivo VPF por Carmen Fernández Enríquez
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