Recién saboreado un exquisito bacalao con salsa de boletus en El Zero 10 de la calle Evangelista, el restaurante de Alberto, cuñado de Los Morancos, es precisamente con Jorge Cadavall y la magnífica bailaora Carmen Ledesma con quienes primero nos encontramos de camino, como nosotros, a la inauguración por el alcalde de Sevilla del Rincón de Manuel Molina, un alma con Duende con mayúsculas, uno de los más carismáticos artistas nacidos en el flamenco y ave canora que durante años tantos olés nos sacara. Fue mucho el alimento espiritual repartido por su garganta rota y consagrada de por vida a un improbable, pero posible milagro de panes y peces. Estamos llegando ya a la confluencia de López de Gomara con Álvar Núñez, allá donde Triana y El Tardón se enlazan por el codo, y Jorge evoca:
-Ahí tenían el puesto de melones los padres de la Pantoja.
Ahora hay un tiovivo. Y, a pocos metros, una estatua de San Juan Bosco desde cuyo pedestal una inscripción nos alecciona: “Dentro de lo humano, el recuerdo asegura eternidad”. A Manuel le han colocado la placa al lado de la de otro santo, San Martín de Porres, y junto a unos columpios que nos hacen pensar en lo muy en serio que siempre se tomara el juego divino de la música.
En sus últimos tiempos, Manuel regaló quejidos para el recuerdo en su recital en Casa Patas, en El Mantoncillo de Pepe Lérida -que está hoy aquí, claro- y en sus actuaciones junto a Manuela Carrasco o en el espectáculo de Farruquito. Una de las últimas ocasiones en que nos vimos fue en el desaparecido Volapié de la calle Betis. Tenía entonces Manuel la esperanza de cerrar un acuerdo para que la Atalanta de Jacobo Siruela e Inka Martí lanzara una lujosa edición de sus letras flamencas, reproducidas con esa elegante, hermosa, tan recta caligrafía suya, con las cés tan bien curvadas. La cosa luego no se concretó, pero digo yo que siempre podría retomarse.
Le conocí hace muchos años, en una nochevieja en casa de Antonio El Junco, que también comparece hoy, sosteniendo el abrigo sobre los hombros con esa elegancia innata suya. Con él ha venido Pansequito, leonado siempre y pendiente de materializarse ese merecido homenaje en el Festival Jerez Gran Reserva. Está la viuda de Manuel, está su hermano Jesús, está Lole, que canta mañana en Madrid, en el Patas. Para hoy daban agua, pero las nubes se contienen. Toma la palabra con vibrantes versos el hijo del poeta Juan Manuel Flores, de quien tantas letras cantaran Manuel y Lole, que termina con una sentida invocación: “¡Espérame!”… Y a todos nos parece escuchar que Manuel le contesta desde arriba que sí, que vale, que le espera. Le sigue Melchor Santiago, trovador y salmista, hijo espiritual de Manuel, que pulsa las cuerdas de la palabra con el corazón en la mano. Es luego el turno de Alba Molina, distinguida y serena. Suenan los plácemes de agradecimiento de Jesús Molina. Y al fin, el alcalde, Juan Espadas.
Ha pasado ya un tiempo desde la partida de Manuel, pero la emoción se palpa y el aplauso es cerrado y largo. ¿Quién se ha llegado hasta aquí? Muchos artistas, amigos y admiradores de Manuel, como Luis Peña, que viene de triunfar en el Café Berlín de Madrid. Con su hija Helena se ha acercado Ricardo Pachón, un productor –Camarón, Lole y Manuel, Familia Montoya, Pata Negra, Potito…- que casi siempre ha dado en la diana. La pluma gitana y con brillo de Antonio Ortega, que rodó con Manuel una entrevista -creo que la postrera- que para la Historia queda. Salomé Pavón, aroma a siguiriya y zambra, sumida ya en los preparativos de su zambomba navideña. Paco Vega, bailaor esencial y de marca, icono del flamenco de Triana. Angelita y Carmelilla Montoya, un eco y un danzar de casta. Otra bailaora de rango: La Farruca. Los dos Ricardo Miño, padre e hijo. Chiquetete, amigo de Manuel desde la infancia. Y Javier Heredia, y El Cable, y José Manuel Flores con Trini Muñoz, y Joanna Jiménez, y Antonio Donaire y Luis, el peluquero de los flamencos, a quien había perdido la pista desde que cambió por otro su local de siempre y con quien celebro reencontrarme de cara a asuntos de orden capilar a los que suelo dedicar mi atención un par de veces al año.
Nos vamos disolviendo entre abrazos. Como decíamos, no nos ha llovido. Manuel, su suspiro, queda ahí, en el parque, junto a un verde seto y unos columpios y frente a la placa de un santo, cerca de un tiovivo, que siempre me ha parecido un ingenio muy musical, muy gitano y muy de cuento de hadas. La vida sigue y, en su música, su recuerdo pervivirá cuando haga mucho tiempo que también nosotros, los hoy reunidos, cada cual a bordo de su luna, nos hayamos alejado, impotentes, del campo de batalla.
Foto cedida por Archivo de Casa Patas.
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