Mario Escudero, Yoko y Mystic Topaz

Magnífico guitarrista, paseaba una mañana por las calles de Nueva York, donde hacía años que residía. Justo al llegar a la altura del Edificio Dakota, que tan notoria y bien ganada fama de mal agüero arrastra, a los brazos de Mario Escudero -pues de él hablo- fue de repente, sin previo aviso a arrojarse, en busca de ayuda y consuelo, una mujer con pinta de japonesa y rota por el llanto. En ese mismo momento, a pocos pasos de ellos, se desangraba el cuerpo exánime de un hombre. Sólo mas tarde sabría Mario que ese abrazo había sido histórico, pues la mujer era Yoko Ono, hija del director del Banco del Japón y tozuda aspirante a musa del arte conceptual, y, el hombre, John Lennon, el del medio de Los Beatles, a quien Mark Chapman, como en un tema de Estopa, acababa de disparar a bocajarro con un treinta y ocho.

Así lo contaba Mario. Y es una de mis anécdotas favoritas del flamenco, cuyos anales tantas historias inverosímiles atesoran. Quién sabe, naturalmente, si no seria Mario, a quien gustaba entablar largos diálogos con los pájaros, víctima de una ilusión óptica. Ilusiones ópticas se titula, por ejemplo, uno de los relatos incluidos por Pilar Pedraza en Mystic Topaz (Valdemar). En él, la dueña de una tienda de curiosidades y coleccionismo enfocada hacia lo New Age mata el rato observando desde la terraza a un vampiro que, en la lejanía, se entretiene a su vez en tratar de verse a sí mismo en el rosetón de la catedral, sobre el que su imagen, como sucede a todos los vampiros, no se refleja.

Quizá Mario Escudero llevara ese día unos gemelos de teatro de nácar, de los antiguos, como esos con los que la dueña de Mystic Topaz ve vampiros y, por eso, él vio a Yoko Ono -la suministradora de pócimas y terapias “mágicas” a Lennon- apoyándose en su pecho y llorando la agonía de éste. Claro que la emprendedora de la tienda de ultramarinos espiritista también visualiza -dan fe de ello los demás relatos del libro- fantasmas, hadas e incluso duendes como los que inspiraron un día a Mario su Ímpetu, en cuyo espejo se reflejó Paco de Lucía. Eso es la vida, ante todo: un juego de espejos, de lo que aportan cabal ejemplo esta anécdota de Mario Escudero con Yoko Ono y los relatos de Pedraza -autora además de una novela que está muy bien, ambientada en un zoo, que de parque zoológico también tienen mucho la vida y la farándula- y que diríase una escena onírica extraída de una película de Shyamalam.

Hace falta, en efecto, un sexto sentido para tocar la guitarra con el peso que exhibía Mario. Por eso, en un segundo, coincidió todo. El estampido, la bulería, las lágrimas, las pestañas frondosas de Yoko, la sangre y, al fondo, Nueva York. Sin atrezzo, sin preparación, sin road managers. A pelo. En la época en que no había móviles para convertir en viral el momento. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! Adiós, John. ¡No puede ser! Hola, Mario. Tranquila, Yoko. Pues sí, así ha sido…

Foto de Paco Manzano.



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