Manifiesto | Carlos Martín Ballester

Flamenco, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad:¿una oportunidad perdida?

Claustros de Santo Domingo, Jerez de la Frontera (21 de noviembre de 2020)

Carlos Martín Ballester

Con esta intervención pretendo mostrar dos visiones: por un lado, la protección, salvaguarda, y difusión del patrimonio por parte de las instituciones públicas, con motivo de la celebración del décimo aniversario de la declaración por parte de la UNESCO del flamenco como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad; y por otro, cómo la realidad de los propios músicos y del propio patrimonio que se pretende proteger, divergen de esas medidas.

Por razón de mi profesión, dedicada a la recuperación del patrimonio sonoro en general, y del flamenco en particular, he tenido contacto a lo largo de los últimos veinticinco años con numerosos artistas, que ya retirados por razones de edad, participaron en aquellas postreras grabaciones en discos de 78 rpm a finales de los años cuarenta y toda la década de los cincuenta del siglo pasado. Me vienen a la memoria nombres como el de Manuel Morao, Curro de Utrera, Antonio Arenas, El Perlo de Triana, Adelfa Soto, Flores el Gaditano, Manolo Brenes, La Paquera, Los Gitanillos de Cádiz, etc.

Por otro lado, como presidente del Círculo Flamenco de Madrid, al igual que el resto de mis compañeros de junta directiva, también tenemos contacto estrecho con muchísimos artistas que, por la propia naturaleza de nuestra asociación, y por nuestra condición de aficionados, no nos sienten como programadores al uso, sino como iguales. Y esto les permite sincerarse y compartir sus preocupaciones.

Empecemos por saber cómo nos define la UNESCO:

El flamenco es una expresión artística resultante de la fusión de la música vocal, el arte de la danza y el acompañamiento musical, denominados respectivamente cante, baile y toque. La cuna del flamenco es la región de Andalucía, situada al sur de España, aunque también tiene raíces en otras regiones como Murcia y Extremadura. El cante flamenco lo interpretan, en solo y sentados generalmente, un hombre o una mujer. Expresa toda una gama de sentimientos y estados de ánimo – pena, alegría, tragedia, regocijo y temor– mediante palabras sinceras y expresivas, caracterizadas por su concisión y sencillez. El baile flamenco, danza del apasionamiento y la seducción, expresa también toda una serie de emociones, que van desde la tristeza hasta la alegría. Su técnica es compleja y la interpretación es diferente, según quien lo interprete: si es un hombre lo bailará con gran fuerza, recurriendo sobre todo a los pies; y si es una mujer lo ejecutará con movimientos más sensuales. El toque de la guitarra flamenca ha trascendido, desde hace mucho tiempo, su primitiva función de acompañamiento del cante. Éste se acompaña también con otros instrumentos como las castañuelas, y también con palmas y taconazos. El flamenco se interpreta con motivo de la celebración de festividades religiosas, rituales, ceremonias sacramentales y fiestas privadas. Es un signo de identidad de numerosos grupos y comunidades, sobre todo de la comunidad étnica gitana que ha desempeñado un papel esencial en su evolución. La transmisión del flamenco se efectúa en el seno de dinastías de artistas, familias, peñas de flamenco y agrupaciones sociales, que desempeñan un papel determinante en la preservación y difusión de este arte. (UNESCO. Inscrito en 2010).

Sin entrar a debatir esta endeble definición de flamenco, hay que aclarar que la UNESCO no realiza una declaración y se desentiende de la cuestión: exige una serie de compromisos, en este caso, de la Junta de Andalucía. ¿Y por qué a ella? Veamos, lo que dice la propia Junta en relación con la competencia en materia de salvaguarda del patrimonio:

Corresponde asimismo a la Comunidad Autónoma la competencia exclusiva en materia de conocimiento, conservación, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco como elemento singular del patrimonio cultural andaluz.

Y así informa en su página web en referencia a la protección del flamenco en virtud de su inclusión en el Estatuto de Autonomía y la declaración de la UNESCO:

Un reconocimiento que ya le había concedido nuestra comunidad autónoma al incluirlo en el nuevo Estatuto de Autonomía y con el que las instituciones públicas nos comprometimos a proteger, estudiar y difundir este arte. El nuevo compromiso adquirido con la UNESCO vela por el mantenimiento de nuestra tradición flamenca a la par que la promociona dentro y fuera de Andalucía. La Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico de la Junta de Andalucía, además, sigue velando por la profesionalización del sector, por el refuerzo de la actividad del tejido asociativo, por la conservación de sus raíces y su historia, por su difusión y su conocimiento riguroso y por el mantenimiento de festivales y reuniones dedicados a esta manifestación cultural en los centros neurálgicos y en los nuevos espacios del Flamenco.

Bien. Ya sabemos qué pretendía la UNESCO con la declaración y a qué se comprometía la Junta de Andalucía. La responsabilidad de dar voz hoy a todos los músicos que representan este patrimonio, me hace poner sobre la mesa algunas cuestiones que reflejan las necesidades actuales y esbozar, a través de ellas, algunas de las posibles soluciones.

Comprenderán que la tarea se antoja, cuanto menos, complicada, y que aboga por la dignidad de las soluciones, pensando en aquellos que salvaguardan este legado a través de su interpretación. Escuchemos, volvamos la vista y centremos el ánimo en crear las oportunidades necesarias. Planteemos, en primer lugar, el statu quo.

«Estamos como nunca»… esta sería la versión oficial, ¿no? Desde la diplomacia, deberíamos reconocer que esta no es la realidad: ¿no les parece sintomático que ante la caída del turismo extranjero por culpa del COVID-19, los tablaos no es que sufran más la crisis que el resto de sectores, sino que se vean abocados al cierre?

Si centramos la mirada precisamente en los tablaos y su dependencia del turismo, a lo largo de las décadas de los 50, 60 y 70 del siglo pasado, eran frecuentados por extranjeros, sí, pero también por numeroso público nacional, por muy diferentes motivos, entre ellos, que el flamenco conservaba todavía un protagonismo entre las opciones musicales o de espectáculos —cuestión que trataré más adelante—; que las máximas figuras trabajaban en ellos, con el consiguiente interés para el aficionado, etc.

Por otro lado, tenemos que el flamenco ha perdido protagonismo en favor de otras músicas. Es algo innegable. Basta con echar un vistazo a la hemeroteca para comprobar que el interés del público ha decrecido sustancialmente y que en la actualidad es una opción más entre la enorme oferta de contenidos musicales. Este fenómeno —por sí mismo— no es negativo: el auge de los medios de comunicación de unas décadas a esta parte, la globalización, y, sobre todo, las facilidades de internet a la hora de conectar con otros contenidos distintos a los locales, han propiciado que este arte nuestro coexista con otras expresiones musicales. Pero, ¿esta competencia se da en igualdad de condiciones?

Muchos de ustedes habrán comprobado lo siguiente: enciendan la radio, muevan el dial, y verán que la presencia de flamenco es nula. Apenas encontrarán programas dedicados al tema, e incluso en los espacios generalistas, cuando se tratan cuestiones musicales, el flamenco brilla por su ausencia: ni siquiera en las sintonías o cortinillas de los programas es fácil encontrar el más mínimo rastro, y no es la primera vez que grandes profesionales del medio, confiesan: «aunque no soy experto, me encanta el flamenco, pero la cadena prefiere que no lo incluya». Cuando en la mayoría de los medios de comunicación de nuestro país la presencia de músicas extranjeras —fundamentalmente de raíz anglosajona— está generalizada, uno debe preguntarse si este fenómeno surge de manera espontánea, si es consecuencia de un proceso, o incluso, si forma parte de un discurso en el que se potencian otras músicas, dependiendo de las estrategias de marketing y publicidad que son ajenas a músicos y expertos, pero que dan de lleno en la línea de flotación del patrimonio del que hablamos.

Echando una mirada rápida hacia el pasado, el flamenco en los años cincuenta del siglo XX todavía tenía una fuerte presencia en los escenarios y los medios de comunicación. Cierto es que en su vertiente más pública predominaba una estética edulcorada, con abundancia de recitados, coplas de inflamado verbo, y profusión de acompañamientos orquestales. Como reacción a esto, surgió un movimiento que recuperó repertorios en desuso, protagonizado por antologías tan dispares como la Antología del cante flamenco de Hispavox de 1954, Una historia del cante flamenco de 1958 (protagonizada por Manolo Caracol), Memorias antológicas del cante flamenco de 1963 (con Pepe Marchena), la Antología del Cante Flamenco y Cante Gitano de 1965 (dirigida por Antonio Mairena), o finalmente el Archivo del cante flamenco de 1968 (producido por José Manuel Caballero Bonald). De manera paralela, protagonistas fundamentales como Antonio Mairena, realizaron una labor de dignificación a través de su obra discográfica, al igual que el flamenco se introdujo en ámbitos como el de la universidad, entró en contacto con la obra poética de autores hasta entonces alejados del repertorio, surgieron numerosas publicaciones en forma de revistas o libros, y un largo etcétera.

De manera casi paralela, en esa España muy anterior al fin de la Dictadura y el inicio de la Transición, junto a esos nuevos ambientes en los que el flamenco alternó, fue desarrollándose en los medios de comunicación y en buena parte de la juventud un apego por músicas foráneas que aportaban justo lo que el flamenco (a sus ojos) carecía: modernidad, singularidad, alejamiento de lo doméstico, etc. Esta corriente, que sería respetable si no pasara de ser un pecado de juventud, se asentó en el imaginario colectivo hasta el punto de que en muchos ambientes se consideró el flamenco como un género anclado en el pasado, nada contemporáneo, y —si se quiere— escasamente dinámico y lúdico para una España que pretendía sacudirse lo gris a manotazos. De esa corriente de opinión al estado actual de las cosas en los medios de comunicación, hay un paso.

A los pocos años, y al abrigo del cambio democrático, las instituciones públicas comenzaron a mimar y subvencionar el flamenco, llegando al límite del paroxismo — como comenté anteriormente— con la inclusión en el Estatuto de Autonomía de Andalucía.

Una vez que hemos esbozado este problema de la difusión (créanme que solamente he compartido unas pinceladas), y en aras de la brevedad, nos centraremos en presentar (de manera sucinta) algunas de las razones por las que el flamenco está limitado —por su propia naturaleza interpretativa— así como algunas de las soluciones.

A la hora de recuperar ese espacio perdido, hay factores que dificultan ese proceso de cambio. Por mis actividades flamencas, suelo encontrarme con personas que se acercan interesadas, pero con muchas prevenciones, diciendo que les gusta mucho y no saben explicar los motivos, pero que les da reparo por lo complicado y complejo que parece. Yo suelo contestar que lo principal es tener esa inclinación, esa sensibilidad, y que se dejen llevar por ella sin obsesionarse por adquirir conocimientos rápidamente. Siempre es preferible que fluya y que paulatinamente lo aprendido se vaya asentando con naturalidad. Aunque todo esto lo digo convencido, hay que admitir que el flamenco no compite en igualdad con otros géneros musicales, y no lo hace porque contiene una serie de códigos propios y características muy singulares. Digamos que, en su virtud, tiene su cruz.

Para empezar, está muy firmemente asentado en el cante, y el cante no muestra mucho aprecio por las reglas del mercado. Disculpen que, para este análisis del estado de la cuestión, me centre casi exclusivamente en el cante, pero coincido plenamente con el criterio de mi querido amigo Faustino Núñez, ese gallego flamencón que tanto ha aportado al estudio y conocimiento, que declara: «se toca el cante y se baila el cante, por lo tanto, el cante es la piedra angular del flamenco». El cantaor expresa su sentir, pero no acompaña su música —salvo excepciones— con una coreografía que aporte gestualidad o una puesta en escena visual como exige el mercado. Para entendernos —y en terrenos estrictamente flamencos—, Aurora Vargas o La Cañeta sí serían artistas totales en el sentido de atraer a un público que aún no es aficionado, porque acompañan su cante de esa puesta en escena, que en definitiva, despierta la curiosidad. Pero son excepciones.

La improvisación partiendo de una estructura, que fricciona con las reglas del mercado en cuanto la duración de los temas. Acotar el tiempo, cercenando la expresividad y creatividad. La flexibilidad es una de las claves dentro de la interpretación flamenca. Este factor dificulta su acercamiento a otros públicos, ya que no se trata de un género basado en canciones con formatos cerrados y previsibles, del gusto de las radiofórmulas, televisiones, y las plataformas de streaming, por no hablar de que —en general— carece de ese recurso seductor llamado «estribillo». El cantaor —salvo excepciones— no hace un tema, lo canta… y hará tantas letras como su estado de ánimo le indique, de tal manera que la duración de la serie puede ser tan dispar como las sensaciones que experimente durante el concierto. Si las tres primeras letras brotan de su garganta —y de su corazón— de una manera creciente y culminan con redondez, no será extraño que finalice en ese momento con la satisfacción de haber dado lo mejor. Y los buenos aficionados quedarán complacidos porque saben que la intensidad y la expresividad son valores supremos. Sin embargo, también puede suceder que esa serie se alargue por distintos motivos: porque desee mostrar diferentes estilos, porque no esté satisfecho de alguna letra, porque no haya recibido la respuesta esperada del público justo cuando él la necesitaba, y así un largo etcétera. Es decir: la interpretación depende también de la respuesta del público en un sentido amplio.

Pensando en públicos jóvenes de todo el mundo, el flamenco es una expresión musical firmemente enraizada en la tierra que le vio nacer, lo cual es una riqueza, pero una dificultad añadida. Son constantes las referencias locales, los giros del habla, los espacios que nos identifican… y claro, el público quiere enterarse de lo que escucha, lo que le obligará a indagar, conocer, es decir, a realizar un esfuerzo suplementario en la época de lo inmediato. Difícil combinación.

Seguimos añadiendo factores que complican el acceso del flamenco a públicos más amplios, tanto nacionales como extranjeros. El decir el cante a lo largo de la historia de nuestra música ha experimentado grandes cambios. Desde que tenemos testimonios grabados, sabemos que la copla cantada estaba íntimamente ligada a la expresión: lo cantado debía emocionar tanto por lo que se decía, como por cómo se decía. Tenemos infinidad de ejemplos de cantaores de muy distinta naturaleza cuya dicción permitía comprender la copla con facilidad si la escuchábamos por primera vez. Daba igual que quien cantara fuera la Niña de los Peines, o la Niña de la Puebla, Manuel Torres o Antonio Chacón: la pureza y claridad con la que brotaba la letra permitía conectar con el público y emocionar. Sin embargo, a partir de los años cincuenta del siglo pasado nació un movimiento —necesario— de recuperación de voces y maneras que se habían mantenido alejadas de los públicos, y que trajo consigo la legitimación de unas formas menos canónicas. Una de sus características principales es que se privilegió la expresión, o el componente emocional, a la claridad de la copla. Pongamos un ejemplo. Juan Mojama ha sido, sin lugar a dudas, uno de los cantaores más especiales que ha dado Jerez. Gitano por los cuatro costaos, fue un ferviente admirador de Antonio Chacón, de quien heredó la pulcritud en el decir el cante, la exquisitez en la selección de las coplas (no encontrarán banalidad en ninguna de su repertorio), y por supuesto, el gusto hacia el repertorio chaconiano de granadinas, tarantas, etc. De Manuel Torres recogió la gitanería a la hora de expresar, la manera de lanzar y recoger la voz, de recortar y suspender los silencios, la nasalidad contenida, los paseos por las vocales, la emoción, en definitiva. Y de ambos, que es donde quería ir, la claridad en la vocalización, aunque en un grado de oscuridad mayor que los maestros referidos. Siguiendo con el ejemplo, Fernando Fernández Monje ‘Terremoto de Jerez’, fue su mejor continuador, en lo que se refiere al cante de sabor netamente jerezano y de elevado contenido emocional. Y lo fue sin imitar, con sus propias características, una de las cuales fue emplear la letra cantada como vehículo para la emoción, incluso llevándola a un plano de difícil comprensión: si no se conocen las coplas, será difícil a oídos de un profano entender algunas de ellas. Pero lo que importaba era que Fernando se expresaba con absoluta naturalidad, y conmovía como pocos. Esta contradicción ha propiciado que se instaure en los aficionados un concepto de pureza asociado a unas maneras cantaoras, lo cual es un error: siguiendo con el ejemplo, por más que las formas de Terremoto parezcan más puras, auténticas o incluso gitanas que las de Mojama, no lo son.

Otro elemento que condiciona mucho el acercamiento de nuevos públicos a nuestra música es la ralentización que se ha producido a la hora de cantar. Por las grabaciones en cilindros de fonógrafo y discos de 78 rpm, así como por testimonios orales, sabemos que el cante a finales del XIX y buena parte del XX se caracterizaba por un tempo muy distinto al que se practica hoy. Entonces era natural que la copla comenzara y finalizara en un tiempo breve, entre medio minuto y un minuto y poco, como mucho. Sin embargo, y sobre todo desde mediados del siglo XX, se produjo un fenómeno ralentizador, en el que la letra se extendió hasta llegar a duplicar o triplicar el tiempo destinado a ser completada, con la intención de hallar la emoción a través de una nueva solemnidad o majestuosidad. Dejando de lado los gustos de cada aficionado, y las cuestiones estrictamente musicales, si pensamos en públicos nuevos, este fenómeno no facilita su incorporación porque dificulta la comprensión de la copla cantada. Con la intención de justificar este fenómeno ralentizador, cierta flamencología ha argumentado que siempre se había cantado así, pero que los miles de testimonios grabados que tenemos anteriores a 1950 estaban mediatizados por el formato y la duración (de unos tres minutos). Este argumento no se sostiene por múltiples razones, que sin entrar en profundidad —porque no es el momento— diré que aunque es cierto que los miles de discos de entonces tenían esa duración máxima, también lo es que el cantaor voluntariamente no aprovechaba todas las posibilidades del disco. Por ejemplo, el guitarrista solía realizar generosas entradas de un minuto o más, cuando podía limitarlas si la duración era el problema. Cierto es que a veces al finalizar una placa se percibe el apremio por terminar una letra, pero eso sucede más por el empeño en encajar una última letra donde no cabía, que porque el artista —en general— se viera obligado a cantar a una velocidad mayor. Otra razón que descarta esa peregrina teoría es que contamos con ejemplos sonoros de esos mismos artistas, pero en formatos de grabación menos limitados, y su cante sigue teniendo las mismas características.

Considero imprescindible el apoyo público a la creación cultural. Incluso los más críticos con este asunto, que abominan de las subvenciones a la cultura (pero que no se rasgan las vestiduras cuando los ayudados son los bancos o las concesionarias de las autopistas) habrán comprobado que en estos tiempos de pandemia, la creación, la cultura, o el arte en su mayor definición, es lo que ha salvado al ser humano y nos ha permitido soportar la ira de los tiempos.

Yendo al terreno de lo flamenco, el problema podría resolverse mediante la creación, por parte de las instituciones públicas, de un plan coherente con las necesidades. El objetivo primero podría plantearse a través de la creación de un tejido profesional que hiciera uso de las subvenciones, pero que no dependiera de ellas, así como generar un público amplio y convencido de que el consumo de cultura es una inversión personal, propiciar programaciones estables y autogestionadas, etc. Cuestión que trataré más adelante.

¿De qué sirve proyectar una imagen de festival mastodóntico con espectáculos a las mismas horas, o porfiando por sumar a su programación ciertos estrenos absolutos de vida efímera?

¿Qué sentido tiene que un festival con dinero público dedique decenas de miles de euros en una sola noche cuando con ese dinero se podrían alcanzar acuerdos público- privados que permitieran tener una programación estable el resto del año?

Con la supuesta intención de facilitar el acceso a la cultura, ¿es lógico acostumbrar al público a pagar entradas en muchos festivales veraniegos de 5, 8, 10 o 12 euros?, ¿no sería mejor generar aficionados que saben lo que pagan y se sienten solidarios ante el espectáculo que van a ver?

Son solo algunas preguntas que el aficionado suele hacerse y no tiene la oportunidad de ser escuchado.

En el terreno de las soluciones, si la Junta de Andalucía se arrogó la «competencia exclusiva en materia de conocimiento, conservación, investigación, formación, promoción y difusión del flamenco como elemento singular del patrimonio cultural andaluz», debería establecer un acuerdo marco con el Ministerio de Cultura, así como con el resto de entidades que puedan aportar algo en esa dirección.

Si me permiten hablar de soluciones, les propongo algunas; procediendo a ser el altavoz de todos aquellos aficionados, y sobre todo artistas, que no tienen la oportunidad que hoy se me brinda. Las principales medidas a implementar serían, a mi juicio:

  • Incluir el flamenco en todos los conservatorios, escuelas, y universidades.
  • Que los festivales con dinero público no sean receptáculos de propuestas de los representantes, agentes, o productores, sino que sean generadores de ideas y propongan proyectos sugerentes a los artistas. Un festival que pretenda ser algo más que una suma de espectáculos, debe contar con un equipo técnico lo suficientemente preparado como para plantear retos, sin imposiciones, pero con una comunicación constante.
  • Ayudar a las peñas, que siendo unas entidades imprescindibles, necesitan transformarse, incorporando a gente joven, incluso en las juntas directivas, con el objetivo de generar programaciones de calidad, y abrirlas a la sociedad.
  • Que se intensifiquen los actos con artistas retirados para que compartan sus vivencias, en peñas, universidades, colegios, etc.
  • Que haya un canal de comunicación directa con todos los artistas, especialmente aquellos en situación de vulnerabilidad, con el objetivo de generar un clima de confianza y cercanía.
  • Dar a la guitarra flamenca el protagonismo que se merece. No tiene justificación que España, el país de la guitarra, la maltrate de esa manera.
  • Ayudar a los tablaos para que su dependencia del turismo extranjero vaya paulatinamente decreciendo gracias a la incorporación de público nacional.
  • Invertir en publicidad y ayudar al sector a renovar su imagen. Un mundo como el actual, en el que la estética y lo visual vale tanto (¡ay!) como el contenido, necesita mostrarse de manera diferente y a través de canales que conecten con nuevos públicos. Lo hemos comprobado recientemente con la promoción del último disco Amor, de Israel Fernández, que ha paseado su flamencura y naturalidad por gran parte de los programas y publicaciones más importantes de este país.
  • Formar equipos de investigadores para el vaciado sistemático de las hemerotecas a nivel nacional e internacional, digitales o no, con el objetivo de establecer un mapa de lo que ha sido el flamenco —e incluso el preflamenco— en los dos últimos siglos.
  • Garantizar la financiación necesaria al Centro Andaluz de Documentación del Flamenco, tanto para el aumento de su plantilla, como para la adquisición de fondos. Consultar siempre con especialistas en museografía y con los propios trabajadores del CADF antes de realizar modificaciones en su diseño o funcionamiento.

La materia prima de la que hablamos, el flamenco como patrimonio inmaterial, debemos tratarlo como tal: atendiendo a sus necesidades y no a las necesidades de los discursos creados para su preservación —con la mejor de las intenciones— a veces tan alejados de lo principal. Pongamos el foco en los creadores —músicos y artistas—, para buscar su salvaguarda, preguntemos a los expertos e investiguemos el fenómeno para aportar soluciones coherentes y comprometidas con la idea de salvaguardar un patrimonio que nos pertenece a todos, y del que somos responsables.

Estando en Jerez, es justo reconocer que hay excelentes iniciativas desde lo público, entre las que merece la pena destacar la labor del Festival de Jerez con Isamay Benavente al frente, y la del Equipo de Gobierno del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera.

Para finalizar, decir que en el país donde ni una Ley de Educación ha podido ser aprobada en consenso, y con visión a largo plazo, dudo mucho que se pueda abordar ese necesario plan estratégico del flamenco que incluya a Junta de Andalucía —y otras comunidades—, Ministerio de Cultura, entidades locales, y actores privados como medios de comunicación, discográficas, programadores, o productores. Pero que es imprescindible, también lo sé. Mientras que las transformaciones a realizar no se hagan de una manera coral, coordinada por un plan director que agrupe a todos los actores y sensibilidades, los artistas, los verdaderos protagonistas de este género musical único, seguirán siendo los más perjudicados. Va por ellos esta intervención.

Foto de Claudia Ruiz.



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