Caballos hay y aceros cuyos cascos y filos continúan haciendo ruido incluso siglos después de concluidas las batallas en que tomaron parte. En el flamenco, uno de los metales del pretérito cuyo eco con más reiteración nos sigue llegando, tanto por sus grabaciones como por la profunda huella con que marcó en el estilo y la intención así a sus contemporáneos más jóvenes como a las generaciones siguientes de cantaores, es el de Manolo Caracol. ¡Lo raro sería lo contrario! Cantaor ante todo personal que imprimió sus intuiciones propias a cuantos palos abordó, incluso a los melismas y modos puestos en su día en circulación por otros flamencos, como La Moreno, Enrique El Almendro, Chacón, El Sevillano o El Gordito de Triana, sin su influencia resultan incomprensibles las trayectorias de Camarón, Juan Villar, La Paquera, Rancapino o, en nuestros días, Antonio Reyes, por citar sólo a unos pocos.
El aura de Caracol ha flotado en las últimas noches de potentísimo modo por los pasillos, las escaleras, las mesas y el proscenio de la Sala García Lorca de Casa Patas, donde hace nada ha triunfado -y, con él, la percusión y la guitarra vanguardista, pero de sabor añejo de Sabú y Paquete, dos de los nietos del gran Porrina– quien creo que quizá encarne hogaño con más rotundidad y perfiles más nítidos y fieles cuanto en el cante significó, en talante y sentido, Caracol: Manuel Moreno Maya El Pele, una cabeza y un corazón privilegiados para la música y que no en vano fue, teniendo ya siete años, sacado de pila por el genio en la fiesta montada a tal fin en Córdoba por su padre, anticuario y gran aficionado al cante. Por siguiriyas y soleá, El Pele es de los que marcan la diferencia de verdad, y se pregunta uno si esa bendición espiritual que es razón de ser de ritos como el bautismo no vendría en su caso aliñada con un “algo” que le transmitió, con el agua y la sal, ese sentimiento y esa audacia cantaora por que se distingue.
Coincidimos en Casa Patas con José Soto Sorderita, quien tratara a Caracol en los últimos tiempos de éste y, como hiciera El Pele durante su recital, entre cante y cante, varias alusiones a él, nos reiteró su convicción de que Manuel Ortega Juárez ha sido el artista más genial con quien se ha cruzado en su vida. Hace no mucho, su hermano Vicente iba incluso más allá: “Caracol es el hombre más importante que he conocido”, nos dijo mientras, acodado en la barra del Patas, encajaba un cigarrillo en la boquilla con filtro. Por su parte, cuando andaba por Madrid, Camarón solía buscar a José y le dijo muchas veces que su ídolo había sido Caracol, pero tomó otro rumbo artístico por ser consciente de que él, joven que empezaba, no podía triunfar emulando la impronta de una figura ya consagrada y de esa talla. También La Tati nos recordaba uno de estos días, en Amor de Dios, que cuando llegó a la capital, tras pasar un tiempo en una pensión de la calle Jardines, al lado de donde un día funcionó el Café de la Marina y triunfaron La Macarrona, Pastora Pavón y Ramón Montoya, Camarón se alojó en el Hotel Mónaco, en la calle Barbieri, justo frente al tablao de Caracol, para no perderse ni su cante, ni el ambientazo que cada madrugada allí se vivía.
Dimos y sonaron muchos y fuertes olés en honor a las genialidades cantaoras de El Pele en esa velada de atmósfera tan caracolera, así como, unas noches después, para celebrar el sabor y el paladar del cante de Pansequito. Escuchar a Pansequito también es siempre recuperar y poner al día pinceladas y acentos caracoleros, pues caracolera es, en su intención, su propuesta ética y estética. Cantaor de terno siempre bien cortado, es de los que tienen el duro y pueden cambiarlo, y que por bulerías, siguiriyas y soleá -últimamente, acompañado por la elegante sonanta jerezana de Miguel Salado- se estremece con afinación y compás inconfundibles.
Y, si escucharle es recibir efluvios de tablao de la Edad de Oro, charlar con él es asimismo volver a la época de Los Canasteros, el tablao inaugurado en el 63 por el genio de la Alameda y sobre cuyo escenario, aún quinceañero, fue el primer cantaor en abrir la boca cuando debutó allí con el cuadro inaugural y junto a La Perla de Cádiz, María Vargas, Toni El Pelao, Gaspar de Utrera y muchos otros. Panseco recuerda el nombre de cada camarero y es un caudal de anécdotas que alguien debería recopilar y poner en orden para que no se perdieran.
Asistiendo en el Patas a las galas protagonizadas por estos dos egregios cantaores constata uno, en fin, de modo difícilmente mejorable con qué vigor e intensidad marcó con su huella dactilar los vericuetos del cante gitano aquel artistazo que comenzó cantando, de niño, en los colmados de la Alameda de Hércules y las reuniones de Chacón y Manuel Torre a las que le llevaba su padre y terminó rodeado de visones, títulos, anulares ceñidos por refulgente solitario y rostros de Hollywood en aquella sala suya que hizo historia en la noche madrileña, bautizada por la Duquesa de Alba como El Teatro Real de los Gitanos.
Está bien esto de Casa Patas, que -será por el pimentón de la Vera con que sazonan los huevos rotos, o será por otra cosa- te ayuda a viajar en el tiempo. En breve y en la García Lorca donde ahora expone sus fotografías Carmen Fernández-Enríquez: Capullo de Jerez; David de Jacoba, reciente triunfador en Flamenco On Fire de Pamplona y en su gira por Estados Unidos; Paco del Pozo con su nuevo disco en la calle; Perrete, que presentará el suyo con Manuel Parrilla a la guitarra… Nombres flamantes de hoy, herederos de un ayer siempre a celebrar.
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