Alta montaña

La vida es un andén por el que paseamos en busca o nos sentamos a la espera de que, por algún lado, brote y nos llegue al corazón un buen cante por soleá: un viaje, por tanto, y en un tren que a veces lleva hasta una cúspide muy elevada, como el que une Siliguri, en la llanura de Bengala, con Darjeeling, estación himaláyica donde se pertrechan las expediciones al Everest y el Kanchenjunga y emprendían la marcha las partidas organizadas antaño para tratar de dar con el yeti.

La otra tarde, en la librería Desnivel y muy cerca del Casa Patas donde unas horas después iba a cantar David de Jacoba, nos encontramos En el silencio, de David Wade, un libro con el empaque de un equipo de escalada y esa encuadernación característica de los volúmenes de Pre-Textos, digno en todos los respectos del catálogo del Manuel Borrás recientemente galardonado con la Medalla de Oro de las Bellas Artes. Es un relato evocador de un mundo esfumado cuya respiración y latidos perduraron en modo espectral durante décadas en el anhelo de dar con el cuerpo perdido de Mallory, desaparecido cuando estaba a punto de coronar el ascenso al Everest, y no tanto con su alma, pues ésta se hacía presente, susurrante, todos los días en los vientos que baten los Himalayas. Durante tanto tiempo han pervivido, sí, los silbidos del alma o, al menos, del aura de una generación de románticos del ascenso a la roca que –tras el trauma de los gases asfixiantes y los bombardeos masivos de la I Gran Guerra- no se desprendió, empero, de la fe en su inocencia hasta la desaparición del Apolo de las cumbres.

En nuestro caso, el de una generación que no se decanta al cien por cien por nadie desde la desaparición de Camarón, el escalador perdido que tanto nos subyugó, buscar el vehículo en que el Duende toma cuerpo es buscar a Mallory y encontrarse en la semioscuridad del campamento base que es la García Lorca del Patas con este David de Jacoba tan decantado hacia la pureza y dotado de un tan exquisito gusto para la elección de repertorio, selección en la que nunca faltan los melismas de Juan Antonio Salazar, compositor por excelencia de esta época.

Había otros montañeros – Rafita, Ingueta, Salomé Pavón, Joni Jiménez, Pepe Luis Carmona, Pedro Ojesto…- apiñados en la sala para escuchar a este cantaor embutido en chaqueta de terciopelo negro cuyo piolet, lo mismo cuando se clava en la pared de hielo como cuando se hunde en la nieve, nos transmite la sensación de estar a muy poco de hacer cumbre en un K-8 que creíamos inviolable. En el meridiano de la brillantísima segunda parte de su recital, sus lamentos por siguiriyas nos regalaron una emoción pareja a la sentida por Odell cuando vio desaparecer en la niebla a Mallory y a su compañero de aventura, un momento que Davis recoge así en su libro: “La luz brillante del amanecer dibujó tenues sombras mientras, en el cielo, bancos de nubes luminosas sobrevolaban la montaña. (…) Dos pequeños puntos que subían por la arista. Cuando la neblina los envolvió, confundiendo su recuerdo con el mito, fue el único testigo”. Esto mismo sucede con el cante por siguiriyas o, al menos, con el de David de Jacoba y los cantaores como él: que siempre suena por primera y última vez. No es repetible. No hay moviola. O estás, o tendrás que contentarte con que te lo refieran como se habla de una fábula.

Y es que el cardiograma de su cante conforma un mapa de ruta hacia la cumbre en el que la timidez va poco a poco siendo vencida por el afán de triunfo hasta que, de súbito, somos sorprendidos y conmovidos por dolencias por tangos o bulerías hermanas de esas de los árboles, que, como asevera Peter Wohlleben, ingeniero forestal, gritan y emiten ultrasonidos cuando tienen sed. Y al escucharle nos acordamos –con él- de Tomás Pavón, pero también de Hillary, Tenzing Norgay, Younghusband, Bruce, Wakefield y muchos otros titanes de las cumbres homenajeados en su libro por Davis. ¡Tenzing Norgay! El sherpa de Hillary… ¿Llegó él primero a la cima, o llegó Hillary? Pues llegaron a la par y al alimón, como lo hizo esta noche Carlos de Jacoba junto a su hermano. Su guitarra holló también importantes cotas de solera y aportó a esta velada de alta montaña crujientes leños imprescindibles para la lumbre.

¡Ah, los artistas que apuntan alto y tan hacia dentro! ¡Cuántas y qué brillantes estrellas fugaces llevan en los bolsillos!



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